divendres, 11 de desembre del 2015

CORTE DE PELO

Hoy me ha dado por ir a cortarme  el pelo, los llevaba demasiado largos y por la mañana en la ducha me costaba mucho rato aclararlos. Supongo que no es una buena razón para cortárselos, pero me da pereza, siempre corro porque no me espera nadie. Puede parecer una incoherencia lo que digo, pero mi tiempo es sólo mío y me lo administro como me parece. La última vez que me pasaron el corta césped por la cabeza me parece que era el tiempo de irme a la playa. Antes de entrar me he fumando un purito en la puerta y frente a mí había un balcón lleno de ropa tendida, a fe de Dios nada glamuroso, pero me ha impulsado a desenfundar el teléfono y dejar constancia de aquella embadurnada urbana. Y de urbana propiamente dicho tenía poco, porque hablo de un pueblo de 3800 habitantes, aproximadamente. Mucha niebla y un frío aceptable, teniendo en cuenta que lo que para mí es aceptable, en Barcelona circulan con gorros prusianos y chupas desmesuradas. A Barcelona sólo voy por razones muy concretas y poco diversas: al médico, el Liceu o La illa. Ya sé que es un bagaje muy pobre, pero hoy por hoy es todo lo que necesito de la metrópolis, y ya hace veinte años que la abandoné. Y porqué la abandoné? Pues por qué hace veinte años que ya hacía veinte años que deseaba irme, no por conocer cosas nuevas, sino para reencontrarme con lo que siempre había deseado, la tranquilidad y el entorno bucólico que te envuelve y seduce de día y de noche. Nada de paredes de hormigón, de humo de autobuses, colas para todo, malos olores de diversos orígenes, colegios a dos horas de casa, manteros profanando lugares públicos o meretrices metiendo mano en La Rambla. Y no lo digo por qué no me guste que me metan mano, pero sí de otra manera.

 Bueno, como decía al principio, me han aligerado el cogote esta mañana. La peluquería reúne unas determinadas condiciones que, si por mí fuera, la propondría para el premio en la excelencia por representar con exactitud cómo son estos establecimientos de pueblo, que no tienen nada que ver con los de la ciudad. Aquí las cosas siempre son más naturales, más auténticas, sin parafernales inútiles, y con precios remarcablemente más adecuados. Incluso tienes derecho a integrarte en un grupito de un par o tres de señoras mayores que amenizan el rato haciendo un exhaustivo repaso de las últimas novedades e incidencias locales. Así mismo puedes encontrar revistas gráficas en cualquier rincón amontonadas sin orden alguno  que te devuelvan a la coronación de la reina de Inglaterra o a la nefasta tragedia de su nuera, lady Dy. Y eso no tiene precio. Una pequeña televisión empotrada en la pared, esquina con el techo, en régimen de mínimo volumen, informando y detallando los sucesos que se van desarrollando por las mañanas de la televisión nacional, porque las otras son las extranjeras. Aunque desgraciadamente las señoras no miran la tele. Se inclinan por asuntos más mundanos, más cercanos. Sin pasar por alto los temas vitales como la cosecha de aceite o el precio que la bodega está pagando el vino. Y ahora toca la cosa de los adornos navideños, puntuar las calles que más relucen, ignorando que hace veinte años que son las mismas, esto no es Barcelona, ​​con lo cual se deben tener muy en cuenta las iniciativas particulares ligadas a portales, ventanas y balcones. Y dentro de pocos días cogerán temple las matizaciones referentes a la exhibición de la estrella real, preludio de la llegada de los pajes de los magos de oriente. Y así, con el viento soplando y barriendo las últimas hojas, dejo la peluquería hasta nueva orden, con las manos en los bolsillos y pensando qué bien que lo hice hace veinte años ya. Algún día tenía de hacer algo bien hecho.