dissabte, 24 d’octubre del 2015

LA TERRAZA DEL FARO

El comedor da a una terraza frontal al mar. Tiene ocho metros de largo por dos veinte de ancho y en un extremo una escalera de caracol que conduce al castillo de proa. Pienso que es una excepción porque ya hace tiempo que no se hacen terrazas tan generosas. Muy al contrario, balconcitos tristes y de reducidas dimensiones que, como mucho, dan amparo a dos silloncitos y una mesita. Yo me rebelo ante esa miserable escasez de espacio exterior. Una buena terraza puede llegar a ser la pieza principal de una vivienda si uno está dispuesto a sacarle partido, y en este caso les puedo asegurar que desde esta atalaya controlo infinidad de acontecimientos y, por supuesto, cualquier suceso náutico. En su gran mayoría se trata de embarcaciones de recreo, públicas y privadas, y puesto que este es un tramo de costa con importantes flotas pesqueras de distintas poblaciones, también están significativamente representadas en este teatro al aire libre. Uno de los actos más representados es cuando al atardecer regresan los barcos a puerto precedidos cada uno de ellos por una nube de gaviotas al acecho de cualquier despiste u obsequio de la marinería en forma de rapaz con agallas y escamas. Todos sabemos que el mar es el gran teatro en donde siempre se representa la misma obra y siempre seduce y cautiva más. Amanecer en el mar es una sinfonía de colores y sensaciones interpretada con cortos y suaves movimientos que congelan las miradas. Al alba se vierten en el cielo tinteros etéreos de trazas amarillas, marrones y blancas que en una rápida e imperceptible explosión culminan el milagro de la vida o la muerte, del día o la noche, de lo exánime o lo vigoroso. En breves instantes la noche no será más que un recuerdo entre incontables lucecitas.

Cuando me encuentro aquí siempre madrugo para asistir a ese silencioso tránsito entre la oscuridad y la luz. Pocas cosas hay en este mundo comparables al milagro diario y eterno de la vida. El oficio de marino y el de pescador muchas veces se han querido ensamblar como vidas paralelas a la soledad, al carácter huraño, al rostro surcado por la furia de los vientos y con las manos encallecidas y retorcidas por largas jornadas de arriar bramantes, maromas y amarras. Varados en el lomo de un banco que promete, preparan las artes de captura a la luz de sus grandes lámparas. Desde la profundidad los peces, atraídos por los potentes focos, emergen  raudos en busca de ese amanecer falso, de ese extraño día que los envolverá en unas redes sin escapatoria posible. Y así en invierno y en primavera, siempre, toda la vida el pescador viviendo a dos millas de la costa y durmiendo toda la vida en tierra. La lluvia inesperada, la zozobra temida, la niebla traidora escampada a golpes de campana. Y el frío de madrugada, cuando el crepúsculo está por llegar, y se aferra a los huesos del marinero que no ve el frío a bordo pero lo siente en el alma mientras apila cientos de cajas con residentes moribundos y ese olor de salitre que envuelve la noche de dura labor y malos pensamientos.   

Todo eso y mucho más vislumbro desde la terraza frente al mar. Cuento las pequeñas derrotas que surcan frente mí, los prismáticos me ponen al corriente de las tripulaciones y allá a lo lejos, a espaldas del horizonte, donde se encuentran los líquidos caminos de los grandes barcos y los transatlánticos de cruceristas, también anoto en el libro de tránsito el día, la hora, el nombre, el tonelaje y el destino. Y cuando no lo distingo o lo ignoro, me lo invento. Mi terraza es como un faro, un faro sin lámpara destellante, sin rotar sobre si misma. Aunque bien pensado, más que faro, debe ser la terraza del faro, por donde alimento mis sueños de mar y me levanto de noche para contemplar la llegada de la aurora.