El comedor da a una terraza frontal al mar.
Tiene ocho metros de largo por dos veinte de ancho y en un extremo una escalera
de caracol que conduce al castillo de proa. Pienso que es una excepción porque
ya hace tiempo que no se hacen terrazas tan generosas. Muy al contrario,
balconcitos tristes y de reducidas dimensiones que, como mucho, dan amparo a
dos silloncitos y una mesita. Yo me rebelo ante esa miserable escasez de
espacio exterior. Una buena terraza puede llegar a ser la pieza principal de
una vivienda si uno está dispuesto a sacarle partido, y en este caso les puedo
asegurar que desde esta atalaya controlo infinidad de acontecimientos y, por supuesto,
cualquier suceso náutico. En su gran mayoría se trata de embarcaciones de
recreo, públicas y privadas, y puesto que este es un tramo de costa con
importantes flotas pesqueras de distintas poblaciones, también están
significativamente representadas en este teatro al aire libre. Uno de los actos
más representados es cuando al atardecer regresan los barcos a puerto
precedidos cada uno de ellos por una nube de gaviotas al acecho de cualquier
despiste u obsequio de la marinería en forma de rapaz con agallas y escamas. Todos
sabemos que el mar es el gran teatro en donde siempre se representa la misma
obra y siempre seduce y cautiva más. Amanecer en el mar es una sinfonía de
colores y sensaciones interpretada con cortos y suaves movimientos que congelan
las miradas. Al alba se vierten en el cielo tinteros etéreos de trazas
amarillas, marrones y blancas que en una rápida e imperceptible explosión
culminan el milagro de la vida o la muerte, del día o la noche, de lo exánime o
lo vigoroso. En breves instantes la noche no será más que un recuerdo entre
incontables lucecitas.
Cuando me encuentro aquí siempre madrugo para
asistir a ese silencioso tránsito entre la oscuridad y la luz. Pocas cosas hay
en este mundo comparables al milagro diario y eterno de la vida. El oficio de
marino y el de pescador muchas veces se han querido ensamblar como vidas
paralelas a la soledad, al carácter huraño, al rostro surcado por la furia de
los vientos y con las manos encallecidas y retorcidas por largas jornadas de
arriar bramantes, maromas y amarras. Varados en el lomo de un banco que
promete, preparan las artes de captura a la luz de sus grandes lámparas. Desde
la profundidad los peces, atraídos por los potentes focos, emergen raudos en busca de ese amanecer falso, de ese
extraño día que los envolverá en unas redes sin escapatoria posible. Y así en
invierno y en primavera, siempre, toda la vida el pescador viviendo a dos
millas de la costa y durmiendo toda la vida en tierra. La lluvia inesperada, la
zozobra temida, la niebla traidora escampada a golpes de campana. Y el frío de
madrugada, cuando el crepúsculo está por llegar, y se aferra a los huesos del
marinero que no ve el frío a bordo pero lo siente en el alma mientras apila
cientos de cajas con residentes moribundos y ese olor de salitre que envuelve
la noche de dura labor y malos pensamientos.
Todo eso y mucho más vislumbro desde la
terraza frente al mar. Cuento las pequeñas derrotas que surcan frente mí, los
prismáticos me ponen al corriente de las tripulaciones y allá a lo lejos, a
espaldas del horizonte, donde se encuentran los líquidos caminos de los grandes
barcos y los transatlánticos de cruceristas, también anoto en el libro de
tránsito el día, la hora, el nombre, el tonelaje y el destino. Y cuando no lo
distingo o lo ignoro, me lo invento. Mi terraza es como un faro, un faro sin
lámpara destellante, sin rotar sobre si misma. Aunque bien pensado, más que
faro, debe ser la terraza del faro, por donde alimento mis sueños de mar y me
levanto de noche para contemplar la llegada de la aurora.
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