Hoy es un día extraño para mí. Estoy sentado ante el teclado y miro las
hileras de letras sin distinguirlas, son todas iguales. Me evocan un oráculo o
un foro atestado de oradores mudos. Es más fácil hablar que decir las mismas
cosas por escrito. No tengo nada que decir, nada me llama la atención, todo es
evanescente, inane, fútil y repetitivo. Estamos en la era de la comunicación,
me estremezco al pensar en el bombardeo diario de información que adquiere
proporciones abrumadoras, gigantescas. Se suceden sin solución de continuidad
sin tener en cuenta nuestras limitaciones de asimilación. Nos volvemos
insensibles sin darnos cuenta, da igual un bombardeo sobre civiles en Siria, el
asesinato de niños a manos de los verdugos del Estado Islámico o las
transparencias femeninas de actrices en busca del estrellato. Casi nada nos
afecta ya. La avalancha de información es proporcional a nuestra indiferencia.
Llevo algunos días solo en casa, no es nuevo ni tan solo una excepción,
siempre hay imponderables a los que no puedes hacer frente, pero hay que afrontarlos.
Los espacios son grandes y el sol penetra decidido, bruscamente invade tu
intimidad, acelera su presencia y deja constancia de su poder. Hace ya ocho
meses nos dejó Milú, chispeante, juguetona, jovial y finalmente tan envejecida
que ni dudar pudo en decirnos adiós. La encuentro a faltar, mitigaba las soledades. No sé porque cuento estas cosas,
pero si me acerco al teclado no sé qué puedo escribir, y no es el frío quien
agarrota mis dedos, es mi mente que bucea en la profundidad de un mar oscuro en
tinieblas, en un desierto barrido por el viento, en una encrucijada de caminos
barrados. La hierba del jardín desaparece día a día bajo un manto desleído de
hojas caducas que se desprenden de las ramas y balancean en su descenso, sus últimas
tonalidades ocres, amarillas, sienas y naranjas, son como diminutos telegramas
anunciando el otoño. El despliegue cromático es tan audaz que no hay artista de
los pinceles capaz de rivalizar. A unos centenares de metros, en la falda de la
montaña, a pie del bosque, se dibuja un lienzo de verdes y marrones que al
atardecer parecen incisiones del frío sobre
la vegetación, ejércitos con cuerpos de
madera erecta y la copa verde. Es aquel momento, aquel en que los
vetustos muros del monasterio adoptan el color de las manzanas al horno. No sé
porque hablo de manzanas, a quien le interesan las manzanas. No sé sobre qué
escribir.
Esta mañana tenía una cita, una cita a las diez. Pero se ha retrasado y no
ha sido hasta las once, ha leído en voz alta los cuatro folios llenos de
números, guarismos y porcentajes. Puedes irte tranquilo, pero no te excedas,
deja el tabaco, me ha dicho. Su bata blanca no me impresiona, ni tampoco su
semblante medio huraño medio docente. Siempre temes alguna sorpresa indeseada,
pero vamos a seguir enhebrando la aguja mientras podamos. Tenía una gestión en
la costa al mediodía, pero el reloj ha corrido demasiado y la he pospuesto para
mañana. He vuelto a casa, la casa vacía, y me he dispuesto a escribir alguna
cosa para aprovechar el tiempo, pero ha sido en vano, no sé de qué escribir.
Tan solo he cumplido con la obligación de cada día: empezar y terminar el
crucigrama de La Vanguardia. Eso es todo.
He rescatado de un estante al viejo John
Barry y su “Somewhere in time”,
una manera como otra de burlar el estado de ánimo. También podrían probar, si
les apetece, con la 5ª de mi íntimo
amigo Mahler, pero no se lo aconsejo,
lo mismo dejaban lo que hacían y se dedicaban a las ensoñaciones inalcanzables
a bordo de una buena hamaca. De todos modos, y aprovechando que ayer el Liceu
programó Nabucco, les animo a que
contemplen este formidable vídeo del Va
Pensiero y su coro de esclavos www.youtube.com/watch?v=oPy_HwOtumU
, no se pierdan el final. Entenderán el porqué a veces nos preocupamos por banalidades
y estupideces, cuando hay muchos que claman por su libertad. Es increíble, no sé
de qué escribir hoy.
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