Quizás por una simple cuestión de deformación
profesional, una de las cosas a las que presto atención siempre que puedo en
París, y en Francia, es el pan. El pan y el croissant son sin duda emblemáticos
para los franceses. Y con razón. Desde que en 1789 el populacho de la capital
asalta La Bastilla y las cabezas comienzan a ceder bajo la afilada guillotina,
nunca ha faltado el pan en las Boulangerie francesas. La población, ahogada y
oprimida por la tiranía, el hambre y la corrupción, "Los Miserables",
pone de rodillas al poder y se conjura para hacer dictar unas normas por las
que nunca más les falte el pan, como símbolo de la pobreza y el hambre. De tal
manera que este tipo de establecimiento está obligado por ley a no poder cerrar
las puertas por ningún motivo, y mucho menos por vacaciones. Decreto que se ha
mantenido vigente hasta hace dos décadas. En 1995 se introdujo una modificación
por la que la mitad podían cerrar en julio y el resto en agosto. Derogado hoy
ya el funcionamiento de las panaderías, cierran ya cuando quieren como en todas
partes, si bien hay acuerdos gremiales que facilitan el orden para no
desabastecer ninguna barriada.
La mayoría de hornos parisinos tienen su
clientela muy fidelizada y cuando se acerca el período veraniego la gente se
interesa y se informa dónde poder encontrar una baguette lo más parecida
posible a la de su horno habitual. Y a veces conlleva asumir largas distancias,
porque a un buen pan no se puede renunciar alegremente. Y eso es una verdad
como un templo. Los franceses saben apreciar la calidad y el consumo de un buen
pan, no de otras cosas que por su forma o color también los llamen pan, anatema
frecuente aún en nuestras latitudes. Concretamente en Cataluña se ha hecho un
cambio apreciable en cuanto a la calidad del pan. Ha pasado a la historia la
"torna" y, con ella, los precios de posguerra. Hoy el pan, de
promedio, lo compramos entre los seis y los ocho euros por kg. Es un sector que
se ha dinamizado y profesionalizado mucho y que cuenta con reconocidos
artesanos y modélicas fábricas de masa congelada. En todo caso subsiste por
desgracia en muchos puntos finales de venta, el verdadero secreto de un buen
pan, la cocción. Se siguen haciendo incalificables herejías a la hora de cocerlo.
Prueben de comprarlo en una gasolinera, por ejemplo.
Con una Baguette francesa sería capaz de
comerme un << bocadillo de calamares>>, tan madrileño y áspero él.
O mojar los cuernos de un croissant en un café con diez gotas de leche. No un
croissant hecho con manteca de cerdo, sino con mantequilla y crujiente al
punto; placer de dioses. Por muy sofisticada y elaborada que pueda ser una
comida, si no va acompañada de un buen pan se va a pique el experimento. Lo
mismo podríamos decir de esta comida si la tuviéramos que regar con un brik de
tintorro peleón, un sacrilegio. El pan tiene una importancia capital, vital a
la hora de sentarse a la mesa. No sirve ni es admisible cualquier pan, barras
deformes sin greña o que a las cinco de la tarde se han doblado como un
boomerang. Conozco una señora que los restos diarios de pan los guarda en el
congelador entre morcillas, bacalao o helados de pistacho. Esto es de una
sangre fría inaceptable. No se puede sacar un mendrugo del congelador para la
cena, antes te compras dos gallinas y las alimentas. Pero es que además
pretende descongelarlo en el microondas, obteniendo como resultado una masa
asquerosa entre boniato y suela de zapato. Lamentablemente cuando se inventó el
catecismo no existía el microondas, el congelador y, según cómo, ni el pan. De
haber sido así, el procedimiento de la señora hubiese sido considerado como
pecado mortal.
Bien, termino, hoy me he preparado una punta
de baguette crujiente, manchada con aceite de las Garrigues, y relleno con
anchoas de la Escala, y un plato de tomate del Benac bien aderezado, sal y
orégano. Un Priorato serio y contundente presidirá el encuentro.
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