Bueno, un año más instalado lejos de la tranquilidad, de los prados recién
segados, los polvorientos caminos que serpentean entre viñedos y
silenciosamente se pierden entre bosques sedientos, con los verdes pinosos pálidos y asustados por la falta de agua. El
verano es sinónimo de fuego, el solsticio esparce sus ardientes garras por el
entorno y nos apremia a buscar refugio bajo manchas sombrías. Pero la rueda no
se parará, cuando estemos hartos de calor ya empezaremos a gruñir de añoranza
por los colores del otoño, hasta que pase el crudo invierno, y entremos en la
reina de las estaciones y caeremos de patas otra vez en el verano.
Aquí las cosas siguen como casi siempre. El mar por la mañana es un
espectáculo que gustoso pagaría para poderlo ver. Permanece inmóvil y ondula su
superficie de la manita de dulces soplos de brisa. Azul suave, inmensidad
líquida con el horizonte roto por la rápida aparición del sol y recortado por
diminutas embarcaciones a vela que, en la lejanía, parecen flotar por encima de
la escasa espuma. Ya había puesto la bicicleta a punto durante la semana santa,
limpieza a conciencia, aceite en la cadena y piñones, luces revisadas y cuenta
km a cero. Jueves, la primera salida de la mañana. El tramo que bordea la vía
del tren transcurre entre campos de cultivo que a esta hora riegan sus
extensiones de hortalizas con los aspersores de larga distancia e impregnan el
ambiente de ese olor impagable a tierra mojada. Pedaleo optimista y contento,
en algún lugar inesperado el agua asalta el camino y notas la frescura de la
mañana por las diminutas gotas que te besan la cara y brazos como suaves agujas
bien halladas. Una vez a pie de mar enfilo el circuito, casi vacío y con
pequeños charcos de agua. No corro, paladeo el paisaje, a la derecha el mar, al
otro lado ventanas que se abren, gente barriendo su acera y por medio del paseo
algunos que la aurora les ha despertado y caminan deprisa, corren o
sencillamente yacen con los brazos entrelazados mientras se esconden del sol a
la sombra de dos bocas enamoradas. La estela plateada sobre el agua hace que el
sol sea el gran cuchillo tempranero. El espectáculo pide detenerse y extasiarse
del momento bajo una muda palmera.
Tenía intención de ir al Náutico pero he cambiado de opinión, no es un
lugar para el desayuno como a mí me gusta. Más bien para tomar una copa al
mediodía o hacer un aperitivo bajo la sombra de la barbacana boquiabierto por el tráfico de barcos que
entran y salen. Que no sé nunca de dónde vienen ni a dónde van. Dos km más y me
instalo en la retaguardia de la pérgola del bar Fernando. Cuatro rebanadas
pequeñas con fuet bien finito, caña y café. La Vanguardia preside la mesa,
informa y llena el rato. La política la dejo para cuando llegue a casa,
necesito concentración. Me parece que soy el único que desayuna con lógica, con
hambre matinal. Casi todo el mundo se traga tostadas con mantequilla, mermelada
y zumo de naranja o café con leche. Yo cuando me levanto me inyecto un zumo de
naranja y un café con poca leche y el primer cigarrillo del día que me cae de
coña. Hace tantos años que ni me acuerdo.
Leo el artículo de la Rahola en el que hoy no corta cabezas, en donde hace
una alabanza del Dr. Josep Tabernero, director del Instituto Oncológico del
Valle de Hebrón y al mismo tiempo canta las bondades de la profesión médica en
Cataluña, comparable a la de los mejores países desarrollados. Yo lo celebro y
comparto totalmente. En otro orden de cosas me entero de que la pareja Carlos
Felipe y Sofía de Suecia se encuentran descansando en las islas Fiji en un
hotel de super lujo por el que abonan 4900 euros por noche. Esto ya me toca un
poco lo que no suena. Porque yo para descansar tengo de sobra con mi catre de
dos metros y me quedo como un lagarto flipado.