Hay momentos o épocas en que las semanas pasan sin
grandes altibajos, nada excepcional, apenas nada que contar, exceptuando la
aburrida y decadente política, y el maldito horror del Estado Islámico y sus células
durmientes preparadas para asesinar. El tiempo ha mejorado ostensiblemente aunque
las mañanas son frías, la vida en el campo es relajante y tranquilizadora, a
los días les echamos alguna hora de más y el bullicio de la gran ciudad no es
añorado ni deseado, casi olvidado diría yo. Tenemos los almendros en flor
soltando la flor ya, se divisan grandes extensiones en donde domina el tono
rosa. Los sembrados asoman la nariz y levantan la cabeza en busca del sol y la
lluvia que los convertirá en mayores de edad, junto a las inacabables hileras
de cepas emparradas, esqueléticas i deshojadas.
Por lo que se refiere a la semana santa ha
transcurrido sin pena ni gloria, al menos para mí. Si, junto al mar pero con
una climatología totalmente adversa, odiosa en pocas palabras. Como en otras
ocasiones he tratado, en vano, de hablar con el mar, preguntar, escuchar, oír
el susurro de las olas acariciando y replegándose de la arena, igual que una
fuente de cristal a la que escuchas con los ojos cerrados y ver discurrir el agua
desde lo alto, descendiendo los obstáculos como largas lágrimas que se acomodan
a la rústica piedra con contorsiones líquidas. No, no he hablado con el mar, ni
tan solo me ha recibido, no me ha visto, me he quedado sin saber, sin entender
el porqué de tantas cosas. Es tan penosa la duda y la ignorancia, siendo tan
rica como es la sabiduría de las olas.
Son tiempos extraños, no desconocidos pero si
dubitativos, mucha gente deambula desconcertada, expectante, las risotadas
exageradas disimulan un cierto temor por un futuro que no acaban de ver nítido
ni explícito. Los mayores de cuarenta y cinco años cargan con las culpas de un
destrozo en el que no tuvieron parte ni arte. Saben que nunca más tendrán un
trabajo estable, que perderán, si no lo han perdido ya, el esfuerzo de muchos
años y que una carcomida jubilación les condenará de por vida a una indigencia
jamás reconocida. Estos son algunos de los sustratos que nos ha dejado una
crisis que no ha sido crisis, sino un tsunami que se ha llevado por delante las
vidas de mucha gente y ha perpetuado la misma buena vida para muchos otros.
La primavera se introduce en nuestras vidas con
calzador, poco a poco, día a día. Apenas se hace notar, y se confunde como
entre sobrevenidas jugarretas del tiempo, las nubes mandan, el sol porfía por
mostrar su cara y el dios Eolo dosifica sus soplos con testarudos arrebatos de
brisa, aire y fuertes ventadas. El campo revive mostrando su mejor cara, en la
que aquí predominan los verdes sembrados, los almendros en flor, los incipientes
brotes de las viñas y el candor de escalonados bancales repletos de flores que
pintan de color la falda de las montañas. Las modestas casas de labranza
salpican el horizonte de un valle en donde la vida abre las ventanas a los
colores, el verdor del bosque impone sus reglas sin ninguna oposición, las
altas rocas se desprenden de su chaleco de musgo y la joven fauna del lugar
inicia sus juegos infantiles entre hierbajos, flores y encañizados. Juegan al
escondite en un secular pasatiempo que la naturaleza nos obsequia cada año.
Es cierto que hay semanas en las que no hay novedad,
sin sobresaltos, nada excepcional. Pero también lo es que la llegada de la
primavera nos rescata de la abulia, del tedio invernal, de las meditaciones
otoñales al fuego de encina y almendro. Pero este acto ya ha concluido, ahora
toca el turno de las bandadas de pájaros recortando el espacio y tejiendo con
sus alas figuras geométricas llenas de color y nosotros…intentando emular su
vuelo.
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