Tres sucesos en las últimas horas han venido a
condicionar mi estado de ánimo. Nada importante, casi todo tiene arreglo en
esta vida. De una parte esos aires primaverales que nos liberaron de la
tristeza invernal hace una semana, parece que han hecho marcha atrás y volvemos
al frío puro y duro. Se han cumplido cinco meses desde que tuve la mala
ocurrencia de partirme el menisco, con la consiguiente afectación que produce
la lesión, y el cirujano se mantiene en sus trece de que no ve oportuno coger
las herramientas para restablecer mis mecanismos rotulianos. Es proclive a que
soporte el dolor sin queja y algún día ya pasará el dolor. Pero no sé cuándo. Por
el momento cojeo y me aferro a las barandas de las escaleras, cosa que no hacía
antes. Anoche tuvimos celebración de aniversario en casa y que a la vez supuso
la rampa de lanzamiento para la efemérides de hoy: San Pepe. Todo discurrió
como de costumbre, mucha gente, cinco niños, el partido del Barça y un buen
jabugo regado con esencias embotelladas. Conversación animada, desfile de
anécdotas curiosas, risas a discreción y en vez de manos alzadas, manos alzadas
con copas. Llegados ya al ocaso de la reunión,
tres niños como tres angelitos subieron las escaleras presurosos y jadeantes
para dar la nueva: fulanita ha roto un cristal del coche!! Bajaron todos al
garaje pero yo seguí sentado. Se confirmó el desaguisado, solo que no era un
cristal sino el cristalón del portón trasero. Bajé al cabo de un rato, no era
cosa de asustar a los niños con mi cabreada presencia.
Mañana, viernes, iniciamos la primera fase de la
temporada playera. Playera pero con jersey. Mi santa esposa bajará por la
mañana, no podré acompañarla porque tengo una reunión inexcusable a las siete
de la tarde, por lo que mi peregrinaje al mar será ya entrada la noche. Cuando
pronuncio su nombre, el mar, siento como un cosquilleo interior, un escalofrío
que recorre mi carrocería de arriba abajo. Qué tendrá el mar que aun sin verlo
produce estragos en tu mente. De noche, de madrugada, o cuando el crepúsculo
tiñe el horizonte de fuego, de inmóviles llamas que atenazan las nubes en su
vuelo hacia la oscuridad, hacia las tinieblas de lo desconocido. Y de noche,
aupado en lo alto de una enmohecida roca, sientes el dulce y amoroso pálpito de
las olas en su incansable asedio a la orilla, para conquistar un trozo de arena
que jamás será suyo.
He vuelto a mis vicios de antaño, vuelvo a escuchar
música mientras escribo. Pero ya no es la de antes, no hay cargas emocionales
ni fabulosas partituras con ensoñadoras voces. Terminaron haciendo añicos mi
concentración siempre más pendiente de la música que de las letras. Ahora
necesito la música pero de distinta manera, más pausada, sin estridencias, sin
momentos culminantes. Como un suave halo de seda que te envuelva sin sentirlo.
Un terciopelo confeccionado con notas que, a lo sumo, te trasladen a lugares
añorados, sitios en los que por muy pequeña que sea aparezca una huella del
pasado, unas fugaces pisadas, a veces con rostro y otras no.
En este momento me vienen a la memoria los
inenarrables paisajes de La Toscana. Creo que en mayo se cumplirá un año de
aquel periplo de diez o doce días por aquellas tierras en que los colores son
de una gama inédita. Ocres, verdes y desleídos marrones que inundan el espacio
de paz, son como un manto de ternura, como un titánico y dulce beso en el alma.
Todos son recuerdos de unos días muy felices en la tierra del arte, el
costumbrismo y las interminables hileras de cipreses. Pero melancólica y
tristemente tengo que aterrizar en la puñetera realidad, y la realidad ahora
mismo es que me reparen el cristal del coche.
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