Pese a haber sido una semana rica en sobresaltos,
renuncias, rectificaciones y sorpresas, me he tomado las cosas con cierta
tranquilidad, incluso diría que con burlona parsimonia. A lo hecho, pecho. El
lunes estuve en la metrópolis por asuntos de galenos, los dichosos y necesarios
controles de la maquinaria interna en aras a poder presumir de una correcta
lubricación de los viejos anclajes y motores que te mantienen en pie. Parece
que por el momento todo funciona, algunos pedazos mejor que otros, pero estamos
en ello. En estos casos me tomo tiempo, pasé el resto de la mañana en un
conocido centro comercial en donde la música, la informática, los libros y la
imagen reinan en un majestuoso espacio de silencio, tenue luz y una oferta
inabordable. Cuando los pies comenzaron a dar síntomas de cabreo más que de
enojo, enfilé hacia el apartado de música clásica y ópera para dar un vistazo
general en busca de algo atractivo y sugerente y que, evidentemente, no
figurara ya en mi voluminosa colección de divos y divas. Nada nuevo bajo el
sol, excepto unos grandes expositores con cientos de compactos jubilados y a
precio de hierro colado. Después de revolver un ratito me apoderé de dos joyas
editadas Dios sabe cuando: una magnífica colección de Tony
Bennett & Count Basie y otra joya de la corona enmohecida por el tiempo,
Duke Ellington. Ambas de 1959 y
reeditadas recientemente. Es posible que haya sido el primero y último en
comprar sendas maravillas pero, eso sí, pasé por caja más contento que unas
pascuas. Bueno, bonito y barato, ya saben. A la hora concertada me encontré con
mi mujer que andaba por las suyas de tienda en tienda. Después de hola, dijo ya has comprado tus rollos de siempre? Adolece
de insensibilidad musical, y eso que no se trataba de ópera que tan enferma la
pone. En una ocasión compré también a precio de hierro los 50 mejores éxitos de
Mario Lanza y poco más y los tira
por la ventanilla del coche, mientras yo me deleitaba con el americano,
recordando mi niñez.
Hablando de música, el viernes vuelvo a Barcelona,
pero en esta ocasión por motivos más espirituales, casi sensuales. Si por mi
fuera pondría a la entrada del Liceu
una pila de agua bendita para santiguarse al acceder al santo templo de la
lírica. Hace tantos años que lo visito y no ha decrecido la ilusión y emoción
que me produce asistir a la representación del drama por excelencia. Existe un
arte que pulverice tanto los sentidos y la sensibilidad como la ópera? Para mi
no. Ni se las veces que he visto La
Traviata, pero tampoco le voy a dar la espalda a esta. Ayer fue el estreno
y dejé que los vip se hicieran la foto de rigor, el viernes será más tranquilo.
Creo que la que más me ha impactado con los devaneos de Violeta y los sufrimientos
de Alfredo, fue en el Met novayorkes, actuó Pavarotti, mi padrino musical, y Freni. Sin palabras. Recuerdo que mi
mujer marchó con unos amigos a ver la estatua de La Libertad de noche. Desde entonces ya me ha acompañado siempre y, naturalmente, sigue sin
gustarle la ópera, aunque he de reconocer que cada vez le presta más atención. Les
llovió en la mini travesía hasta la isla, pero luego pagué yo el pato. Al día
siguiente la llevé a cenar a The River
Cofee y ya quedamos amigos para siempre. Si, sin duda fue la mejor Traviata
que he visto nunca.
Para mi Puccini
y Verdi son los padres, las madres y los abuelos del romanticismo
operístico, sin embargo yo pierdo aceite –sin equívocos- por Puccini. Tanto que
el pasado mes de julio fui a rendirle mi granito de admiración y devoción hasta
su casa de Lucca, hoy museo.
Y qué es de los políticos? Que les den, que les den tila.
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