dijous, 2 d’octubre del 2014

SCHIPHOL


En un viaje a Ámsterdam, el primero, me quedé sorprendido en Central Station al apreciar la perfección con la que se rigen los holandeses para funcionar como colectividad, como ciudadanos de un país que ha crecido al amparo de la democracia. Desde 1848 existe la democracia parlamentaria, lo que supone que toda la población no conoce otro sistema de gobierno. Con ello no quiero dar por entendido que sean perfectos, entre otras cosas porque la perfección no existe. Pero cuando pretendes establecer alguna comparación con lo que tenemos aquí la decepción es mayúscula. Percibes que nos queda un camino tan largo por recorrer que se pierde en el horizonte.

Schiphol es el aeropuerto, a quince kmts de la ciudad, el quinto de Europa en volumen de pasajeros y el tercero en vuelos internacionales. Tiene unas dimensiones realmente apabullantes, todavía me duelen las pantorrillas de arrastrar la maleta en busca de la salida. En el subsuelo se ubica una estación de ferrocarriles que no solo dan servicio a Ámsterdam sino a cualquier ciudad del país. Las indicaciones se expresan con claridad y la rotulación no da margen para el error. Toda Holanda se halla claveteada de señalizaciones sencillas pero eficientes que facilitan el desplazamiento de las multitudes y la tranquilidad de los visitantes, factor quizá menor pero de gran trascendencia. En los grandes enclaves de comunicación como puede ser Station Central, mezclados con la multitud hay empleados del gobierno sin distintivo alguno, excepto sus gorras rojas que los hacen visibles a distancia y cuya misión es informar o responder a las dudas del viajero. Además del neerlandés y el inglés suelen hablar alguna lengua adicional.

Los Países Bajos se libraron del yugo español en el año 1648, después de la guerra de los ochenta años, hartos de saqueos, matanzas y expolios, tan propios de las ansias de expansionismo de la España de entonces, en donde no se ponía el sol, pero no por su enorme expansión sino por estar permanentemente cubiertas de sangre y tiranía. Si España no se ha reconciliado de facto con muchos países europeos, que no pueden ni verla, es precisamente por ese regusto que ha impregnado la historia de salvajismo y prepotencia. Lo mismo puede decirse del continente sudamericano, del que dicen ser la madre patria, pero basta preguntar a cualquier sudamericano por la madre patria para que salga corriendo. Espada y crucifijo fueron sus emblemas de conquista, conquistas a granel de las que hoy quedan apenas cuatro cocoteros en alguna parte. Es hoy, con corbata y gorra de plato, que subsiste esta permanente predisposición a la bronca, la amenaza y el duro autoritarismo. Vencida la segunda guerra mundial, obra de un atroz iluminado, Europa se entregó en cuerpo y alma a la reconstrucción y el progreso. España, concluida la guerra civil, obra de un fascista proclive a las sentencias de muerte, se entregó con esmero a la implantación de una larga y sangrante dictadura. Hoy han pasado los años y aquellos que se escondieron bajo las siglas de Alianza Popular siguen gobernando y mandando con otras siglas parecidas.

Ámsterdam es una ciudad de gran bullicio, en parte debido al ingente turismo, con canales por todas partes que embellecen la ciudad y a la vez le dan un aire de tristeza al recordarla bajo la ocupación nazi. Sin ir más lejos me produjo cierta desazón visitar la casa de Ana Frank, en una ancha avenida, Prinsengracht, cortada por un bello canal y pequeñas embarcaciones amarradas a la orilla. Por un momento me ofusqué y me parecía ver y oír los gritos de las patrullas germanas pateando puertas y secuestrando inocentes. En fin, un mar de pacientes bicicletas me devolvió a la realidad.

La playa de Volendam, a pocos kmts al norte de Amsterdam, respira un ambiente de paz y sosiego con la mirada puesta en el horizonte del Mar del Norte. Aguas profundas y oscuras. En su bella fachada marítima de casitas pintadas de colores, tomé asiento entre una tienda de olorosos quesos y otra de zuecos, el sol calentaba pero a medio gas. Rodeado de vieja y pulcra madera me preguntaba porque es tan difícil vivir sin ataduras, sin prejuicios, sin molestar a nadie ni ser molestado, sin tener que pedir permiso para todo. Vivir nuestra vida y anhelos sin tener que pedir perdón por ello.