En un viaje a Ámsterdam,
el primero, me quedé sorprendido en Central
Station al apreciar la perfección con la que se rigen los holandeses para
funcionar como colectividad, como ciudadanos de un país que ha crecido al
amparo de la democracia. Desde 1848 existe la democracia parlamentaria, lo que supone
que toda la población no conoce otro sistema de gobierno. Con ello no quiero
dar por entendido que sean perfectos, entre otras cosas porque la perfección no
existe. Pero cuando pretendes establecer alguna comparación con lo que tenemos
aquí la decepción es mayúscula. Percibes que nos queda un camino tan largo por
recorrer que se pierde en el horizonte.
Schiphol es el aeropuerto, a quince kmts de la ciudad, el
quinto de Europa en volumen de pasajeros y el tercero en vuelos
internacionales. Tiene unas dimensiones realmente apabullantes, todavía me
duelen las pantorrillas de arrastrar la maleta en busca de la salida. En el
subsuelo se ubica una estación de ferrocarriles que no solo dan servicio a
Ámsterdam sino a cualquier ciudad del país. Las indicaciones se expresan con
claridad y la rotulación no da margen para el error. Toda Holanda se halla
claveteada de señalizaciones sencillas pero eficientes que facilitan el
desplazamiento de las multitudes y la tranquilidad de los visitantes, factor
quizá menor pero de gran trascendencia. En los grandes enclaves de comunicación
como puede ser Station Central, mezclados con la multitud hay empleados del gobierno
sin distintivo alguno, excepto sus gorras rojas que los hacen visibles a
distancia y cuya misión es informar o responder a las dudas del viajero. Además
del neerlandés y el inglés suelen hablar alguna lengua adicional.
Los Países Bajos se libraron del yugo español en el
año 1648, después de la guerra de los ochenta años, hartos de saqueos, matanzas
y expolios, tan propios de las ansias de expansionismo de la España de
entonces, en donde no se ponía el sol, pero no por su enorme expansión sino por
estar permanentemente cubiertas de sangre y tiranía. Si España no se ha
reconciliado de facto con muchos países europeos, que no pueden ni verla, es
precisamente por ese regusto que ha impregnado la historia de salvajismo y
prepotencia. Lo mismo puede decirse del continente sudamericano, del que dicen
ser la madre patria, pero basta preguntar a cualquier sudamericano por la madre
patria para que salga corriendo. Espada y crucifijo fueron sus emblemas de
conquista, conquistas a granel de las que hoy quedan apenas cuatro cocoteros en
alguna parte. Es hoy, con corbata y gorra de plato, que subsiste esta
permanente predisposición a la bronca, la amenaza y el duro autoritarismo.
Vencida la segunda guerra mundial, obra de un atroz iluminado, Europa se
entregó en cuerpo y alma a la reconstrucción y el progreso. España, concluida
la guerra civil, obra de un fascista proclive a las sentencias de muerte, se
entregó con esmero a la implantación de una larga y sangrante dictadura. Hoy
han pasado los años y aquellos que se escondieron bajo las siglas de Alianza
Popular siguen gobernando y mandando con otras siglas parecidas.
Ámsterdam es una ciudad de gran bullicio, en parte
debido al ingente turismo, con canales por todas partes que embellecen la
ciudad y a la vez le dan un aire de tristeza al recordarla bajo la ocupación
nazi. Sin ir más lejos me produjo cierta desazón visitar la casa de Ana Frank, en una ancha avenida, Prinsengracht, cortada por un bello
canal y pequeñas embarcaciones amarradas a la orilla. Por un momento me ofusqué
y me parecía ver y oír los gritos de las patrullas germanas pateando puertas y
secuestrando inocentes. En fin, un mar de pacientes bicicletas me devolvió a la
realidad.
La playa de Volendam,
a pocos kmts al norte de Amsterdam, respira un ambiente de paz y sosiego con la
mirada puesta en el horizonte del Mar del Norte. Aguas profundas y oscuras. En
su bella fachada marítima de casitas pintadas de colores, tomé asiento entre
una tienda de olorosos quesos y otra de zuecos, el sol calentaba pero a medio
gas. Rodeado de vieja y pulcra madera me preguntaba porque es tan difícil vivir
sin ataduras, sin prejuicios, sin molestar a nadie ni ser molestado, sin tener
que pedir permiso para todo. Vivir nuestra vida y anhelos sin tener que pedir
perdón por ello.
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