dimecres, 24 de setembre del 2014

NO HAY QUE CAER EN LA FRUSTRACIÓN


A no ser que escribas por obligación, como por ejemplo en un periódico, en que habitualmente se intenta cincelar la rabiosa actualidad en distintos encuadres y colores, a veces se hace difícil encontrar el camino adecuado para explayarte a gusto en un relato que pueda mínimamente interesar al lector. Hoy parece obligado referirse a la política por la sucesión inacabable de hechos noticiables. Pero he de reconocer que escribir de política es algo que no me seduce y que si a veces se afronta no es más que por hartazgo o por denuncia de situaciones injustas e insostenibles. Pongamos por ejemplo la persistente voluntad de las instituciones españolas de permanecer alejada de los estándares democráticos que hoy rigen en Europa. Ese empecinamiento en abanderar e imponer una España decimonónica que a nadie interesa y a todo el mundo limita, estrecha y estrangula su porvenir. Hoy más que nunca se detectan en determinadas declaraciones tics totalitarios, hostiles,  intransigentes y xenófobos. El diálogo, el debate y el acuerdo se ignoran y esquivan por ausencia de cultura democrática, se opta por el ordeno y mando, el no hay más bemoles que los míos, o el bélico estamos preparados para una intervención. Siento vergüenza ajena al imaginar lo que deben pensar en los centros de poder y cancillerías europeas al leer tantos despropósitos. Y si alguien cree que el gobierno español pueda haber sentido vergüenza y bochorno al comparar sus maneras con las del premier Cameron, se equivoca, aquí lo que vale son las actitudes quijotescas y desafiantes. El recalcitrante inmovilismo, que todo cambie para que todo siga igual. Lampedusa al pie de la letra. En estado puro. No, no me gusta hablar, y menos escribir, de las veleidades de un colectivo que a lo sumo despierta desconfianza, descrédito y deslumbramientos de corrupción.

Mantengo las puertas entreabiertas y las ventanas con un pequeño resquicio por  el que se cuelan vientos nuevos y frescos. Ya hace días que las brumas acompañan los últimos compases de la tarde y la niebla cubre los amaneceres, es un llamamiento para que sepamos que hay que rastrear el armario en busca de prendas que ya teníamos olvidadas. Aquí el frío es exigente y duro, largo y penetrante. Pronto la montaña pasará a ser protagonista de las horas y los días. El valle reverdece en un gesto agónico de final de ciclo, aunque no deseadas se esperan a no tardar las heladas de madrugada, tan temidas, donde la flor yace exhausta y moribunda y los viejos olivos, pacientes y sabios, se disponen a una retorcida más de tuerca, más rúbricas en su callosa corteza, más sabiduría esparcida por las ramas y pliegues desde la misma alma del tronco. Qué tendrá el otoño que con su virulencia de colores constriñe nuestro aliento, pacta los silencios y amortigua lo irascible. Cómo explico yo a quien me quiera escuchar que el otoño polícromo hiere mi alegría, dibuja viejas ilusiones y trepa por mis maltrechas ramas hasta fundirme con su helor de madrugada. Allá en la cima de la montaña, las hojas muertas de espanto cristalizan a lomos de viejas rocas que las abrigarán para siempre. La luz del día no se acorta, no es que palidezca, simplemente se viste de púrpura  para decirnos que no es todo lo que parece, que estamos sujetos a la verdad y a la mentira, a creer en todo o a ser descreídos por momentos. Ya es tiempo de las lenguas de fuego crepitar en el hogar, fuego de día y cenizas de noche. Por mucho que quieras revolotear como las golondrinas en primavera, no pierdas de vista que tras de alegrías e infortunios todo quedará reducido a cenizas para la eternidad.

No, no me gusta escribir de política, prefiero no ensuciar los blancos folios con manchas de mediocridad, prepotencia y frustración. El otoño ya resplandece.