A no ser que escribas por obligación, como por
ejemplo en un periódico, en que habitualmente se intenta cincelar la rabiosa
actualidad en distintos encuadres y colores, a veces se hace difícil encontrar
el camino adecuado para explayarte a gusto en un relato que pueda mínimamente
interesar al lector. Hoy parece obligado referirse a la política por la
sucesión inacabable de hechos noticiables. Pero he de reconocer que escribir de
política es algo que no me seduce y que si a veces se afronta no es más que por
hartazgo o por denuncia de situaciones injustas e insostenibles. Pongamos por
ejemplo la persistente voluntad de las instituciones españolas de permanecer alejada
de los estándares democráticos que hoy rigen en Europa. Ese empecinamiento en
abanderar e imponer una España decimonónica que a nadie interesa y a todo el
mundo limita, estrecha y estrangula su porvenir. Hoy más que nunca se detectan
en determinadas declaraciones tics totalitarios, hostiles, intransigentes y xenófobos. El diálogo, el
debate y el acuerdo se ignoran y esquivan por ausencia de cultura democrática,
se opta por el ordeno y mando, el no hay más bemoles que los míos, o el bélico
estamos preparados para una intervención. Siento vergüenza ajena al imaginar lo
que deben pensar en los centros de poder y cancillerías europeas al leer tantos
despropósitos. Y si alguien cree que el gobierno español pueda haber sentido
vergüenza y bochorno al comparar sus maneras con las del premier Cameron, se
equivoca, aquí lo que vale son las actitudes quijotescas y desafiantes. El
recalcitrante inmovilismo, que todo cambie para que todo siga igual. Lampedusa
al pie de la letra. En estado puro. No, no me gusta hablar, y menos escribir,
de las veleidades de un colectivo que a lo sumo despierta desconfianza,
descrédito y deslumbramientos de corrupción.
Mantengo las puertas entreabiertas y las ventanas
con un pequeño resquicio por el que se
cuelan vientos nuevos y frescos. Ya hace días que las brumas acompañan los
últimos compases de la tarde y la niebla cubre los amaneceres, es un
llamamiento para que sepamos que hay que rastrear el armario en busca de
prendas que ya teníamos olvidadas. Aquí el frío es exigente y duro, largo y
penetrante. Pronto la montaña pasará a ser protagonista de las horas y los
días. El valle reverdece en un gesto agónico de final de ciclo, aunque no
deseadas se esperan a no tardar las heladas de madrugada, tan temidas, donde la
flor yace exhausta y moribunda y los viejos olivos, pacientes y sabios, se
disponen a una retorcida más de tuerca, más rúbricas en su callosa corteza, más
sabiduría esparcida por las ramas y pliegues desde la misma alma del tronco.
Qué tendrá el otoño que con su virulencia de colores constriñe nuestro aliento,
pacta los silencios y amortigua lo irascible. Cómo explico yo a quien me quiera
escuchar que el otoño polícromo hiere mi alegría, dibuja viejas ilusiones y
trepa por mis maltrechas ramas hasta fundirme con su helor de madrugada. Allá
en la cima de la montaña, las hojas muertas de espanto cristalizan a lomos de
viejas rocas que las abrigarán para siempre. La luz del día no se acorta, no es
que palidezca, simplemente se viste de púrpura
para decirnos que no es todo lo que parece, que estamos sujetos a la
verdad y a la mentira, a creer en todo o a ser descreídos por momentos. Ya es
tiempo de las lenguas de fuego crepitar en el hogar, fuego de día y cenizas de
noche. Por mucho que quieras revolotear como las golondrinas en primavera, no
pierdas de vista que tras de alegrías e infortunios todo quedará reducido a
cenizas para la eternidad.
No, no me gusta escribir de política, prefiero no
ensuciar los blancos folios con manchas de mediocridad, prepotencia y
frustración. El otoño ya resplandece.
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