dijous, 21 d’agost del 2014

CRONICAS EN TINTA AZUL (y VIII)

Bien, parece que la fiesta toca a su fin, la apoteosis de las sombrillas, los cuerpos embadurnados de filtros solares y alcohol de colores, las gafas multi fashion, el paseo de media tarde, los mojitos al calor de dos pechos intrigantes bajo una mirada lasciva. La fiesta veraniega toca a su fin para la mayoría, para la mayoría de todos aquellos que pueden permitirse empuñar una maleta y dar rienda suelta a las ilusiones acumuladas durante once meses. Punto y aparte de una fiesta mayor sin gigantes ni cabezudos, nostalgias nocturnas de unas manos entrelazadas al calor de un ron caliente y la tristeza de un marinero añorado. De las palmeras de colores escalando al cielo y descubriendo con su pestañeo imprudente los furtivos devaneos de dos cuerpos ardientes al pairo de unas rocas y un lecho de arena ¡Fue un mal momento, no volverá a ocurrir!  La carne es débil y la razón, a veces, generosa y condescendiente. Me dijo un buen amigo que el verano propicia las infidelidades, pero era tanto el rumor de las olas que fingí no oírle, el mar embestía codicioso y dominante y yo no percibía quebrantamientos de afectos ni juramentos, tan solo atisbaba a ver el mar.

Mal año, fatal verano para gran parte del territorio, la gente busca sol y la cegadora luz que les permita descubrir horizontes nuevos, paisajes con los que no contaba, conversaciones al arrullo de momentos irrepetibles, acariciados por la húmeda y sazonada brisa de la noche. Las lluvias han frecuentado de tal manera que los bosques y prados del Pirineo parecen instalados en el excelso verdor de la primavera, y la vegetación, pletórica y exuberante, invade vertientes y bancales que el hombre todavía no ha calcinado. Los veraneantes han visto decepcionadas sus aspiraciones de unos pocos días, chantajeadas por la lluvia y el viento y la gente de la montaña ha renunciado a las largas travesías por caminos y senderos temerosos del cambiante cielo. Y los comerciantes han escrito demasiadas veces en el asiento del día la palabra lluvia, la esperanza de cuadrar las cuentas del año en tan corto espacio de tiempo se ha ido al garete. Las calles mojadas y los cajones resecos.

La larga hilera de enormes cipreses que circundan la casa, de buena mañana, comienzan a ceder en su rigidez e inmovilismo y agitan lentamente sus afiladas copas, creo que se trata de una señal, un aviso. Me recuerdan que mis días aquí se están consumiendo, apenas diez días malcontados. Como siempre, como cada año. Nunca digo adiós ni hasta la próxima. Saben que volveré por el mismo camino que me trajo aquí como siempre, como cada año. Oigo las embestidas del mar sobre la arena, el reloj de las horas espumosas. Mañana, o quizá pasado, me acercaré a charlar con las olas, pero no se lo diré a nadie, como siempre, como cada año. Me dijo alguien que escribe, y escribe bien, que todos aquellos que volcamos nuestras vidas en un puñado de folios, tarde o temprano terminamos hablando con el mar. Yo le di la razón con un largo silencio porque hace ya muchos años que me siento en la mesa del castillo de proa y bajo la luz tremola de un viejo candil debatimos el mar y yo, la oscura profundidad de lo desconocido contra la desnudez de las palabras. No alcanzo a entender muchas de las cosas que me dice, pero le escucho embobado..


Pero no me duele la partida, amo al mar pero soy ardilla de bosque, cruce de caminos, resina de pino. Me instalaré como siempre, como cada año, en mi atalaya de secano para comprobar que todo sigue igual, que el bosque permanece a mi lado, que las largas hileras de verdes viñas claman ya por ser encerradas en hogar de cristal, los almendros suplicando que alivien el peso de sus ramas. Y el padre olivo, centenario y retorcido por las inclemencias, ejerciendo de Lampedusa  para que todos los cambios que se avecinan no modifiquen el estado actual. Como siempre, como cada año.