He salido pronto, la bicicleta sorteaba entre
fintas y frenazos las palmeras
bostezando. El sol se desperezaba en el horizonte y el mar era un reflejo
plateado e inmóvil que inducía al baño, a envolverse de seda líquida y azul. La
intendencia todavía no había suministrado el pan a mi centro de observación y
vigilancia del entorno, con lo cual quedaba momentáneamente suspendida mi
frugal ingestión matutina de cuatro rebanaditas de pan con tomate, cuatro
centímetros de longaniza lonchada, una caña y un café horrible como casi todos
los cafés patrios.
Para hacer tiempo me he acercado andando,
todo sea dicho, a una librería cercana y de cierto renombre. Me encantan las
librerías y el olor que desprenden a asesinatos, fugas, viajes fascinantes,
crítica, cuentos, narraciones y al sudor de dos cuerpos masacrándose bajo la
luz de la luna o a refugio de un campo de amapolas. Una mujer de finos trazos
barría la entrada y me ha saludado cortésmente, rasgo poco usual hoy día. Le
puedo ayudar, me ha dicho momentos después. Me he dado la vuelta y le he
agradecido su oferta indicándole que tan solo escrutaba estanterías en busca de
un sueño perdido. He seguido, dándole la espalda, mi periplo entre estantes repletos
de piratas y princesas llorosas a la espera de oír la mágica frase “le gusta
leer?” Pero, caramba, no me ha dicho nada más y
ha consentido mi silenciosa búsqueda de un no sé qué. Además de los
lectores de códigos los libros tenían una minúscula etiqueta con el precio.
Después de un minucioso y detallado estudio he llegado a la conclusión de que
todo este género impreso se tarifa por su volumen, peso y carátula. Me explico,
aparte de los grandes dioses y divas de la literatura, que ya van bien servidos
de precio, los demás en función de su colorido, peso o tamaño se les incrusta
un precio ad hoc. A la salida del establecimiento se ubica un gran cofre de
madera, estilo pirata, donde se amontonan los clásicos saldos invendidos,
reeditados sin éxito y de bolsillo. He desenterrado uno que por su color me parecía
familiar y ¡santo cielo!, era mío, que bochorno descubrir un hijo en la ciénaga
de los olvidados, los desheredados, un bastardo. Cierto que me rio de mi sombra,
pero ante el cruel escenario… Ya sé que no soy Tom Wolf, ni visto de blanco
impoluto, ni tampoco duermo con sombrero. Pero tan mal padre soy? Posiblemente.
Ya he dado cuenta, por fin, de mi timorato
desayuno. Me encuentro en plena fase de observación de todo lo que me rodea.
Algún desalmado podría aducir que me dedico a curiosear, al vil chafardeo. Pero
no es eso, no es eso. Me interesa la actitud de las personas, el por qué de los
gestos, la naturaleza de los hábitos y la inutilidad de lo material. Hoy me
acompaña un chupito de hielo, de hielo con algo de whisky. A propósito de los
gestos, no me quito de la cabeza el mayúsculo disloque del turismo de alcohol y
sexo centrado en Mallorca y que ha dado la vuelta al mundo. En Magaluf y
s’Arenal, Sodoma y Gomorra, se acaban de inventar el último reto de a ver quién
da más. Ha nacido el mamading,
consistente en practicar el mayor número de felaciones en un tiempo limitado y
la ganadora es premiada con una copa gratuita. Son zonas muy conocidas de ambas
poblaciones en donde el alcohol circula en cubos y los preservativos se
reparten por la calle como las estampitas de san jolgorio. Obvio más detalles
porque me parece tan escabroso y escatológico que pienso que algo está
fallando. Quizá sea yo. Tengo una duda de mucho calado: si los chicos llevan
pegada una cogorza de tres pares de huevos todo el día y no han fenecido
practicando el balconing, qué
herramienta pueden lucir ante las hambrientas mamadingas? Me parece que muy pocas copas gratuitas deben servir.
En fin, ya me voy pedaleando.