Son casi las once, las once de la noche. El
día ha sido caluroso, posiblemente el más caluroso de estas jornadas que llevo
aparcado en la playa. Hoy no he podido salir con la bicicleta de buena mañana,
como a mí me gusta. Tengo por costumbre levantarme temprano por una razón muy
importante para mí: no me espera nada ni nadie. Si sales pronto de casa te
esperan múltiples recompensas en el
camino. Los primeros mil quinientos metros corren paralelos a las vías del
tren, miro el retrovisor para anticiparme al momento en que la tierra tiembla
bajo tus pies, el monstruo de acero te alcanza sin darte cuenta. Es un momento emocionante,
compartes el ruido ensordecedor con las eternas preguntas: hacia dónde va, de
dónde viene?
Tengo la puerta abierta y también las que dan
al jardín, te dejas acariciar por una suave brisa que todo lo envuelve, nada
hace pensar que hoy el termómetro se ha excedido. Estoy solo y nada me aísla
tanto como la televisión encendida, escribo o leo con música que no perturbe ni
distraiga mi atención. Siempre hay una melodía para cada momento, para todos
los estados de ánimo. Milú, mi eterna compañera y secretaria, bosteza entre mis
pies suspirando porque llegue la hora de ir a dormir. Es fiel y discreta,
comparte conmigo grandes secretos. Soy exigente y reclamo de ella
responsabilidad en todos sus actos, no entiendo cómo me soporta. Hace unos
días, desde La Toscana, me interesé por ella y la respuesta fue la de siempre:
está triste y no come. La amo, pero no tanto como ella quisiera.
La bicicleta avanza silenciosa, el circuito
es ancho y se amolda a los caprichos del mar: largas rectas, inesperados recodos
y puentes de madera que sortean los últimos suspiros de ríos y riachuelos antes
de fundirse con el mar. Conviviendo con el paseo peatonal me permite ver las
primeras incursiones de los más madrugadores. La mayoría andando a ritmo
ganador, otros simplemente andando y unos pocos haciendo alardes con sus nuevos
patines evolucionando de manera gestual y resollando sudorosos. Al otro lado
las casitas desfilan graciosas mostrando la intimidad de sus moradores, verjas
abiertas con familias desayunando al fresco, y otros barriendo los soplos del
viento o regando mimosos sus flores y plantas enarenadas por la noche, bajo la
atenta mirada de sus peludos o peludas secretarias. Todo discurre según lo
previsto, de acuerdo con las normas no escritas, siguiendo fielmente el guión
de todo aquel que se conforma con lo que tiene y que disfruta con ello. La
gente, en general, no es reivindicativa, no protesta por vocación ni apenas por
provocación. Opta mayormente por la intimidad, en familia o con los amigos, sí
que en esos ambientes se desmenuzan todos aquellos asuntos que les disgustan o
perjudican. Pongamos por ejemplo a los políticos, aunque aquí y ahora no pintan
nada, pero son un colectivo que últimamente se ha hecho merecedor del enojo, el
repudio, y hasta el desprecio de la gente.
Pero, en fin, para qué vamos a romper la
noche con vulgaridades que nos inquietan y perturban. Hay momentos en que casi
todo sobra, en que la cotidianidad huye por el ventanal como un abrazo
olvidado, como un deseo satisfecho. Tan solo queda la intimidad y el silencio
que la mece, queda tu yo más verídico haciendo balance de tu tiempo vivido, de
unas pocas horas en las que creíste que la luz del sol y tus ansias de
descubrir el nuevo día, te revelarían nuevos caminos, otras maneras de afrontar tus deseos, tus inquietudes. Ya
han dado la una, son muchas las respuestas de la noche pero casi siempre son triviales,
nunca son las que tu esperabas o deseabas. La secretaria está tendida en el
suelo, con un ojo abierto y el otro soñando en sus cosas. Cierro las puertas,
me interpongo en la suave brisa y pienso en el mañana del nuevo sol y la
claridad del nuevo día para que todo siga…igual.
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