Acurcio fue un hombre gris, muy gris, que dedicó toda su vida a irse
muriendo poco a poco, a cocerse en sus propias ambigüedades y contradicciones. Nació en Lisboa pero se
trasladó con su familia a Barcelona al poco de nacer. Jamás volvió, ni sus
padres tampoco, a contemplar los crepúsculos lisboetas bajo el cielo atlántico.
Onofre, su padre, encontró trabajo en los tranvías de la ciudad, toda una vida
cosido a una mugrienta silla de madera expidiendo billetes a todo aquel que
quisiera pagarlos. También en aquellos tiempos Barcelona era una ciudad gris,
plomiza y mugrienta como la silla del tranvía pero, a cambio, ofrecía trabajos
de poca monta a mucha gente socialmente desahuciada y mentalmente desubicada,
como los Da Silva.
Acurcio no conoció colegio alguno, conocía de letras y números lo justo, lo
preciso para saber en qué calle estaba y cuantas travesías le faltaban. Tuvo una infancia miserable en un sórdido
piso del barrio chino, compartido con otra familia portuguesa, el espacio era
limitado y la intimidad una palabra en desuso colgada en el desván. Sus días y
parte de las noches transcurrían por las callejuelas del barrio y que se sepa
nunca hizo amistades duraderas. Cenaba los infortunios en cuchara que su madre
preparaba de noche y durante el día picoteaba alguna dádiva que caía o de
pequeños hurtos en el mercado. Alcanzó la pubertad sin haber encontrado su
sitio en este mundo bajo la indiferencia de su padre, que vivía para y con su
mugrienta silla de cobrador, y la tiranía de su madre que nunca lo trató como a
un hijo sino como un estorbo. Sin haberse puesto jamás en tela de juicio ni el
menor comentario en el seno familiar, Acurcio apareció en esta vida como un rutilante
e introvertido, cómo lo diría, cómo nombrarlo….un maricón, vamos. Palabra de
connotaciones agresivas, dicen, pero entendible en todas las categorías y
escalas del tablero mundano.
Ni tan solo fue bendecido por la naturaleza, era de complexión enjuta, la
nariz prominente, los pómulos salidos y un brillo en los ojos que delataban la
mirada desconfiada de la malicia. Se vestía con cuatro harapos y calzaba
alpargatas de cintas. No tuvo ninguna ocupación, maldecía el trabajo porque
según decía en ocasiones coartaba la libertad de las personas. La vida es para vivirla, no para
mortificarla. Frecuentaba todos los garitos más infames del barrio y su
única afición era convivir con el lumpen de la zona: algunos borrachos
lenguaraces, cuatro maricones de mal pelo con el rostro azotado y envilecido
por la depravación, y alguna puta sin dientes ni cliente que echarse al camastro.
De Franco solo sabía que era gallego y la única realidad conocida de Barcelona
era la comisaría de la llamada Vía Layetana en donde a fuerza de guantazos y
humillaciones aprendió que ser pobre y maricón era un pecado mortal de la
época.
Murieron sus padres a temprana edad, al poco de haberse marchado el
matrimonio portugués. Acurcio se adaptó a la
vida solitaria y compartió la miseria con chinches y pulgas que se
turnaban en devorarlo mientras la tuberculosis hacía su curso columpiándose en
sus roídos pulmones. Jamás ganó un duro con el comercio de su cuerpo y pasaba
los días con sus noches deambulando por el piso vistiendo ropajes de su madre.
Se reflejaba en el espejo y sonreía, se gustaba ataviado con largas faldas y un
apestoso pañuelo en la cabeza. Tengo serias dudas de que a Acurcio le gustaran
los hombres o se sintiera atraído por ellos, creo que simplemente fue un error
de la naturaleza, se sentía mujer, y solo eso. Murió, claro, hizo las maletas
sin destino conocido y abandonó un mundo al que no pertenecía, siempre fue un
extraño en él.
Por qué Acurcio? Pues porque aunque no lo parezca la vida no es del todo
de color de rosa. En esta sociedad nuestra ya levantamos los muros necesarios
para no ver ni oír casos como este. Y lo que no se ve ni se oye, no existe. Qué
quieren que les diga…. Afortunadamente.
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