A tocar de mi refugio veraniego, entre el mar
y yo, se extiende una finca de respetables dimensiones, llana como la palma de
la mano y con una masía blanca en un extremo. Antiguamente había estado
plantada de naranjos que poco a poco fueron quedando abandonados. Hace unos dos
años procedieron a arrancar los árboles y amontonarlos en distintas pilas a las
que fueron prendiendo fuego durante una semana. En el ocaso de su dulce vida el
naranjal producía el fruto amargo, imposible de comer pero muy buscado por
personas que las escogían para la elaboración de mermelada casera. Hoy la finca
se ha dividido en dos mitades: a la derecha planta de menta, a la izquierda
perejil. En un principio mi abultada ignorancia me hizo sospechar de tan
liviana plantación, que más humilde no puede ser. Me preguntaba cómo podían
ganarse la vida con ingentes cantidades de un producto que en los mercados y
tiendas de alimentación te regalan en forma de hojas de menta y ramitos de
perejil. Hasta que no resistí la tentación de preguntar a un empleado que
laboraba en el verde mar vegetal. Tanto la menta como el perejil tienen una
presencia minúscula en los mercados puesto que el grueso de la producción va a
parar a industrias transformadoras de todo tipo, mayormente del ramo
alimentario y también químicas. Eso sí, estoy de acuerdo en que uno puede ser
burro de solemnidad pero, al menos, ha de saber guardar la discreción y el
respeto ante lo ignorado. Nada hay más desagradable que el sabio de turno, que
son muchos, o el ignorante atrevido, que todavía es peor.
El amigo lector puede preguntarse a qué viene
esta reflexión o porque hablo del perejil y la menta. Que nadie se alarme, no
tengo el menor interés en escribir un mega tratado del perejil ni mucho menos
una oda a la perfumada menta. A lo sumo una hojita dentro del mojito que le
preparo a mi mujer o un modesto picadillo de ajo y perejil para adornar el
pescado. Sin pasar por alto que de buena mañana, cuando los inmensos aspersores
riegan la plantación, la suave brisa conmueve los sentidos y optimiza la
mañana.
Hoy he descubierto que a marcha más corta,
más autonomía tiene la bicicleta. Me explico; tiene tres marchas que no tienen
nada a ver con el cambio de piñones. Siempre he circulado con la segunda y
podía recorrer un máximo de 45 kmts, pero si pedaleo con la primera puede
llegar a los 60 kmts. Aparte de reducir algo la velocidad, debo pedalear con
más esfuerzo, la cual cosa, aunque molesta, contribuye al mejoramiento y
embellecimiento de mis intrépidos muslos y puedo alargar el recorrido. Es obvio
que me estoy refiriendo a una bicicleta eléctrica porque si fuera de las
normales ya no estaríamos hablando de bicicletas. Los peatones siguen sin
respetar el circuito, con lo cual gastas más pastilla de freno y te hartas de
tocar el timbre. Ante una situación de inminente atropello de un señor con
sillita plegable en la mano y sombrero de paja que hace caso omiso del timbre,
cabe el recurso arriesgado de hacer una finta con derrape incluido para salir
airoso del trance, aunque a toro pasado y por el retrovisor veas al señor del
sombrero de paja agitar la toalla y gritarte cabrón hasta que lo pierdes de
vista. No hay conciencia cívica ni mucho menos educación vial.
Llegados a este punto y en estas que estamos es
cuando uno piensa que el amable lector puede meditar que la bicicleta, el
circuito y el señor del sombrero de paja, le importan una churra. Es del todo
cierto y, bien mirado, a mi también. Entonces, ¿A qué vienen el perejil, la
menta y la bicicleta? Pues fíjense bien, no tengo la menor idea del porque
hablo de churras. Quiero atribuirlo a que en esos paréntesis veraniegos me
siento a la puerta de la calle a ver desfilar el mundo y el mundo es lo que
cuento.