dijous, 6 de març del 2014

París

De todas las veces que he estado en París, ni una sola he llegado por carretera y mucho menos por los aires. Siempre en tren, quizá por deformación afectiva, por mi ya largo romance con los raíles. Puntual, a las nueve de la mañana apearse en el andén de la vetusta Gare d’Austerlitz es sentir un hormigueo de los que agitan las costuras del cuerpo. Para mi ha dejado de ser la ciudad luz, me basta con oír sus cinco letras, París es una de las ciudades más hermosas que conozco. Sugiere modernidad, progreso, elegancia, glamour, arte, ciencia, espectáculo, cultura, educación y amor. Paris y el amor van indisolublemente unidos.
La primera vez que la visité, hace más de tres décadas, carecía de reserva alguna, nadie previno que era necesario un alojamiento, era de noche y el frío batía las avenidas y plazas. Todavía recuerdo el nombre del hotel, a escasos metros de la òpera, Intercontinental, un pequeño Versalles del que no me he repuesto del susto. Hoy creo que es el Paris-Le Grand y la habitación más sencilla está en torno a los 400€. La plaza de la ópera es un bello enclave presidido por el Palais Garnier, la ópera. En su confluencia con el Bd. des Capucines se encuentra el Café de la Paix, fantástico establecimiento con marquesinas en la acera al más puro estilo parisino. Lugar de tertulia y observación, las mujeres que lo frecuentan desprenden el aroma inconfundible del glamour local. Exceptuando aquel primer viaje, en el que quemé las suelas de los zapatos, ya siempre me ciño a los mismos recorridos. Tras la ópera, en la que degusté una soberbia Manon Lescaut, se halla el Bd. Haussmann en el que se encuentran las Galerías Lafayette, de la que una vez vista la bóveda y cualquier corte ingles, ya está todo visto. Creo que mi afición por el queso nació en Francia, no hay comilona que no se precie de un buen queso a los postres. No lejos de ahí, recuperando metros, se mantiene intacto Le Grand Café Capucines, en el boulevard del mismo nombre, con fastuosa decoración a lo Toulouse Lotrec, en donde puedes dar cuenta de una mariscada que haga saltar por los aires tu patio dental y someterte al desenfreno de la lujuria y los placeres mundanos, envuelto en un ambiente rococó muy confortable.
La exclusiva Avda. des Champs Elysées nos conduce hasta la plaza de Etoile –Arco de Triunfo- plaza de la que parten en forma de radios doce calles y avenidas. Por la Avda. Marceau, por ejemplo, podemos descender hasta el Sena justo en el puente de l’Alma, con resonancias de lady Dy. Para hacer un crucero por el Sena basta con embarcarse en los Bateau Mouche, los hay de más lujosos pero no merece la pena. Si el horario me sonríe siempre hago un recorrido de día y otro de noche, Paris desde el río es una postal kilométrica.
Y para concluir esta primera parte del recorrido, nada como apostarse al aire libre en alguna cafetería de los jardines de Trocadero, frente a la Tour Eiffel, en la orilla opuesta. Símbolo de Francia y de la Grandeur. Un café, una libreta y un lápiz servirán para dejar constancia de que París no solo bien vale una Misa, sino toda la admiración que seamos capaces  de prodigar. París hace olvidar todo lo demás, deambulas absorto en medio de sus bellos y singulares edificios, jardines o museos y te apercibes de que no estaba agotada tu capacidad de sorprenderte ni de asombrarte. El destino me ha llevado a conocer docenas de grandes ciudades, pero la impresión que te produce la ciudad del Sena es patrimonio de muy pocas. París huele a fragancia de perfume, a flores, a acordeón. Y no es un sueño ni un espejismo, es tan solo que está cubierta de pétalos de amor y te riñe el alma por no haberla conocido antes. Quizá habrá que seguir hablando de ella.