De todas las veces que he estado en París, ni una sola he llegado por
carretera y mucho menos por los aires. Siempre en tren, quizá por deformación afectiva,
por mi ya largo romance con los raíles. Puntual, a las nueve de la mañana
apearse en el andén de la vetusta Gare
d’Austerlitz es sentir un hormigueo de los que agitan las costuras del
cuerpo. Para mi ha dejado de ser la ciudad luz, me basta con oír sus cinco
letras, París es una de las ciudades más hermosas que conozco. Sugiere
modernidad, progreso, elegancia, glamour, arte, ciencia, espectáculo, cultura,
educación y amor. Paris y el amor van indisolublemente unidos.
La primera vez que la visité, hace más de tres
décadas, carecía de reserva alguna, nadie previno que era necesario un
alojamiento, era de noche y el frío batía las avenidas y plazas. Todavía
recuerdo el nombre del hotel, a escasos metros de la òpera, Intercontinental,
un pequeño Versalles del que no me he
repuesto del susto. Hoy creo que es el Paris-Le
Grand y la habitación más sencilla está en torno a los 400€. La plaza de la
ópera es un bello enclave presidido por el Palais
Garnier, la ópera. En su confluencia con el Bd. des Capucines se encuentra el Café
de la Paix, fantástico establecimiento con marquesinas en la acera al más
puro estilo parisino. Lugar de tertulia y observación, las mujeres que lo
frecuentan desprenden el aroma inconfundible del glamour local. Exceptuando
aquel primer viaje, en el que quemé las suelas de los zapatos, ya siempre me
ciño a los mismos recorridos. Tras la ópera, en la que degusté una soberbia Manon Lescaut, se halla el Bd. Haussmann en el que se encuentran las Galerías Lafayette, de la que una vez
vista la bóveda y cualquier corte ingles, ya está todo visto. Creo que mi
afición por el queso nació en Francia, no hay comilona que no se precie de un
buen queso a los postres. No lejos de ahí, recuperando metros, se mantiene
intacto Le Grand Café Capucines, en
el boulevard del mismo nombre, con fastuosa decoración a lo Toulouse Lotrec, en donde puedes dar
cuenta de una mariscada que haga saltar por los aires tu patio dental y
someterte al desenfreno de la lujuria y los placeres mundanos, envuelto en un
ambiente rococó muy confortable.
La exclusiva Avda. des Champs Elysées nos conduce hasta la plaza de Etoile –Arco de Triunfo- plaza de la que parten en forma de radios
doce calles y avenidas. Por la Avda. Marceau,
por ejemplo, podemos descender hasta el Sena justo en el puente de l’Alma, con resonancias de lady Dy. Para
hacer un crucero por el Sena basta con embarcarse en los Bateau Mouche, los hay de más lujosos pero no merece la pena. Si el
horario me sonríe siempre hago un recorrido de día y otro de noche, Paris desde
el río es una postal kilométrica.
Y para concluir esta primera parte del recorrido,
nada como apostarse al aire libre en alguna cafetería de los jardines de Trocadero, frente a la Tour Eiffel, en la orilla opuesta.
Símbolo de Francia y de la Grandeur. Un
café, una libreta y un lápiz servirán para dejar constancia de que París no
solo bien vale una Misa, sino toda la admiración que seamos capaces de prodigar. París hace olvidar todo lo demás,
deambulas absorto en medio de sus bellos y singulares edificios, jardines o
museos y te apercibes de que no estaba agotada tu capacidad de sorprenderte ni
de asombrarte. El destino me ha llevado a conocer docenas de grandes ciudades,
pero la impresión que te produce la ciudad del Sena es patrimonio de muy pocas. París huele a fragancia de
perfume, a flores, a acordeón. Y no es un sueño ni un espejismo, es tan solo
que está cubierta de pétalos de amor y te riñe el alma por no haberla conocido
antes. Quizá habrá que seguir hablando de ella.
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