dimecres, 12 de febrer del 2014

MAGNOLIAS Y... MELOCOTONES (Septiembre 2010)


Tengo una magnolia en el jardín que debe pasar de los seis metros de altura. Hace bonito, si señor. También hay plantas, arbustos y flores de todo tipo. Dos chopos, dos abetos y dos moreras que nos obsequian con una sombra impagable. El césped rodea la casa y en un lateral hay una barbacoa con una pila de agua y una leñera debajo. Esta barbacoa se ha librado de las iras del fuego; no se ha estrenado. La casa tiene tres plantas y en todas partes los ventanales son muy grandes, nos gusta la luz. Me gusta ver la pulcritud y la policromía de los espacios, pero no entiendo nada, el ama de casa es la artífice de esta bondad para el espíritu. El perro, de día, tiene localizados diferentes rincones donde poder hacer el perro y los ocupa en función de la luz del sol, la hora y la climatología.

 No tenemos una calle con dos aceras, es una carretera no demasiado transitada pero que junto a los dos viales que hay en ambos lados dan una gran amplitud a la avenida. El lugar es tranquilo y silencioso, sólo perturbado por el paso de algún camión o los gemidos nocturnos de las gatas perseguidas por los insaciables del barrio. No hay pisos, son casas levantadas al azar en un tiempo y unas ilusiones que las hacen diferentes y marcan el perfil de quien las habita. El vecindario es genuíno y diverso: agricultores, albañiles, empleados de banca, empresarios, mecánicos, jubilados y observadores del entorno, como yo. Buena gente, distante, discreta y educada, cada uno sometido a la intimidad de sus historias y preocupaciones. Cuando sopla viento del sur nos llega la música celestial de las campanas del monasterio, que nos invitan a la meditación y recogimiento.

Ya hace dos horas que el tren ha puesto en marcha su gigantesca silueta, dando el verdadero sentido a estas páginas tan ligadas al infinito de los raíles. Observo por la ventanilla el desfile inmóvil y sereno de pueblos quietos, como si no estuvieran, como ajenos a la vida. Oscurece y los agricultores apuran las últimas luces para terminar las esforzadas y pesadas tareas. En el campo todo es dolor, esfuerzo y sacrificio que resultaría imposible de realizar sin amor, herencia del pasado y deseo de un futuro mejor. Se preparan ya para la recogida de la almendra y un tramo más arriba, en Les Garrigues, se preparan útiles y dan voces para encontrar ayuda de buenos brazos y diestras manos que rescaten de las ramas la reina del mejor aceite: la arbequina.

 Después de Juneda, camino de Lleida, los campos aparecen despeinados y con desordenada disciplina en las interminables hileras de melocotoneros y perales. No hace ni tres semanas que estas alfombras de colores imprimían autoridad y deseo en estos bellos parajes del llano de Lleida. Perderse bajo un melocotonero en Lleida es como abrir el tarro de las esencias de la tierra húmeda y perfumada. Arrancarlo con la mano y morderlo  es un placer sensual. Seguimos, seguimos con la oscuridad aferrada en las ventanillas y sólo puedo ver recuerdos y pensamientos. La máquina reduce empuje, pero sin sacar el tren de aterrizaje, en la capital de Ponent sólo haremos una breve parada.

 Las estaciones de tren son un lugar muy especial, mucho. En esta no hay magnolias, pero si plantas mal cuidadas. La gente, cuando llega un tren, no sé muy bien porqué, corre o camina deprisa. Cuando se va, unos levantan la mano saludando y otros clavan la vista en el farolillo del último vagón hasta que se desvanece, pero no se lleva los recuerdos, ni las magnolias, ni el jardín, ni la calle, ni los vecinos ni ...el perro.