Tengo una magnolia en el jardín que debe pasar de
los seis metros de altura. Hace bonito, si señor. También hay plantas, arbustos
y flores de todo tipo. Dos chopos, dos abetos y dos moreras que nos obsequian
con una sombra impagable. El césped rodea la casa y en un lateral hay una
barbacoa con una pila de agua y una leñera debajo. Esta barbacoa se ha librado
de las iras del fuego; no se ha estrenado. La casa tiene tres plantas y en
todas partes los ventanales son muy grandes, nos gusta la luz. Me gusta ver la
pulcritud y la policromía de los espacios, pero no entiendo nada, el ama de
casa es la artífice de esta bondad para el espíritu. El perro, de día, tiene
localizados diferentes rincones donde poder hacer el perro y los ocupa en
función de la luz del sol, la hora y la climatología.
No tenemos una calle con dos aceras, es una
carretera no demasiado transitada pero que junto a los dos viales que hay en
ambos lados dan una gran amplitud a la avenida. El lugar es tranquilo y
silencioso, sólo perturbado por el paso de algún camión o los gemidos nocturnos
de las gatas perseguidas por los insaciables del barrio. No hay pisos, son
casas levantadas al azar en un tiempo y unas ilusiones que las hacen diferentes
y marcan el perfil de quien las habita. El vecindario es genuíno y diverso:
agricultores, albañiles, empleados de banca, empresarios, mecánicos, jubilados
y observadores del entorno, como yo. Buena gente, distante, discreta y educada,
cada uno sometido a la intimidad de sus historias y preocupaciones. Cuando
sopla viento del sur nos llega la música celestial de las campanas del
monasterio, que nos invitan a la meditación y recogimiento.
Ya hace dos horas que el tren ha puesto en marcha su
gigantesca silueta, dando el verdadero sentido a estas páginas tan ligadas al
infinito de los raíles. Observo por la ventanilla el desfile inmóvil y sereno
de pueblos quietos, como si no estuvieran, como ajenos a la vida. Oscurece y
los agricultores apuran las últimas luces para terminar las esforzadas y
pesadas tareas. En el campo todo es dolor, esfuerzo y sacrificio que resultaría
imposible de realizar sin amor, herencia del pasado y deseo de un futuro mejor.
Se preparan ya para la recogida de la almendra y un tramo más arriba, en Les
Garrigues, se preparan útiles y dan voces para encontrar ayuda de buenos brazos
y diestras manos que rescaten de las ramas la reina del mejor aceite: la
arbequina.
Después de Juneda, camino de Lleida, los campos
aparecen despeinados y con desordenada disciplina en las interminables hileras
de melocotoneros y perales. No hace ni tres semanas que estas alfombras de
colores imprimían autoridad y deseo en estos bellos parajes del llano de Lleida.
Perderse bajo un melocotonero en Lleida es como abrir el tarro de las esencias
de la tierra húmeda y perfumada. Arrancarlo con la mano y morderlo es un placer sensual. Seguimos, seguimos con
la oscuridad aferrada en las ventanillas y sólo puedo ver recuerdos y
pensamientos. La máquina reduce empuje, pero sin sacar el tren de aterrizaje,
en la capital de Ponent sólo haremos una breve parada.
Las estaciones de tren son un lugar muy especial, mucho.
En esta no hay magnolias, pero si plantas mal cuidadas. La gente, cuando llega
un tren, no sé muy bien porqué, corre o camina deprisa. Cuando se va, unos
levantan la mano saludando y otros clavan la vista en el farolillo del último
vagón hasta que se desvanece, pero no se lleva los recuerdos, ni las magnolias,
ni el jardín, ni la calle, ni los vecinos ni ...el perro.
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