Demasiadas flores para un jardín tan pequeño. Es tan abultada y renovada la
información de que disponemos cada día, la incesante cascada de acontecimientos
que se van produciendo cada minuto en el mundo, que llegamos a creer que todo
ese bagaje de conocimientos nos infunde la sabiduría necesaria para poder opinar de todo, o de casi todo. Y no es
así, al contrario, son tan ingentes las entradas en el cerebro, inputs dirían hoy, que las absorbemos a la misma velocidad con
la que las olvidamos para dar paso a
otras de nuevas y sin solución de continuidad. John Lennon decía que no es necesaria una espada para cortar dos
flores, y es muy cierto, pero es que hoy ni eso, no precisamos de herramienta
ni arma alguna para podar la vorágine informativa que se nos echa encima
veinticuatro horas al día. Una solución para no vivir acongojados y presionados
tal vez podría ser mantenerse al margen de los medios, no ver televisión, no
pasearse por internet, olvidar que hay periódicos, huir de charlatanes,
tertulianos y mitineros revolucionarios. Ignorar a los que presagian lúgubres
tinieblas en todas las latitudes. Y a los que se muestran complacientes con el
estado de las cosas, los que se revuelven de placer en el estercolero de la
injusticia, de la confusión, o los que de la corrupción hacen un acto de fe.
Porque no solo nos lastiman el pensamiento, es que nos hieren el alma. Y huir
también de la ignorancia, porque ya se sabe, la ignorancia es osada, es
temeraria, se permite adoctrinar de lo que desconoce, y bien es verdad que es
más fácil comprometerse con un estúpido que no con un ignorante. Lo remachaba Sócrates ya hace unos cuantos días: Solo hay un bien; el conocimiento, solo hay
un mal: la ignorancia. Entendiendo por ignorante no al iletrado, sino al descarado
y eterno sabiondo, agresivo y desafiante. El que cree saberlo todo orillando su
hondo desconocimiento de casi todo. Prefiero aquellos que cuanto más estudian,
más descubren su ignorancia.
No podemos sustraernos, vivimos en un mundo globalizado en donde lo
sucedido en las antípodas tarda segundos en entrar en nuestras vidas. Es la
velocidad de la luz aplicada a la información. Posiblemente si fuéramos capaces
de encontrar la piedra filosofal que nos permitiera ser selectivos en los
tiempos y las formas, lograríamos un estado emocional en donde la serenidad, la
objetividad y la comprensión nos harían más ilustrados, más entendedores. Menos
provocadores, menos intransigentes. Renunciar a tantas y tantas horas estériles
de televisión, de debates absurdos
vacios de contenido y sobrados de prepotencia y soberbia. Pensar por
nosotros mismos, valorar según nuestro criterio, no generalizar por costumbre y
otorgar a cada cuestión su justa trascendencia. Sin magnificar, sin exagerar,
sin convertir una nimiedad en un tabú
vital. Ante tanta vacuidad e insolencia para los sentidos disponemos de los
remedios más eficaces a nuestra disposición sin costo alguno. O es que acaso
nos menudea tanto el tiempo que no queda espacio para la lectura de un buen
libro. Refugiarnos un rato en la espesura de unas páginas y saborear las
andanzas de un héroe desconocido, viajar por países y selvas de la mano del
mejor aventurero o enmudecer ante la pasión de un amor prohibido. Por no hablar
del envolvente placer de dejarse seducir por la grandiosidad de la música y
descubrir que mediante las notas y los silencios se nos representa el amor, la
tragedia, la épica, la felicidad, la muerte, el desconsuelo o el vigor del
triunfo. No conozco nada comparable a las virtudes de la música. Dicen que la
música es para el alma lo que la gimnasia para el cuerpo, me alegra, porque
debo tener el alma musculosa.
Seguramente no soy el más indicado para promover un boicot al exceso de
información, también soy pasto y eco de titulares encadenados. Pero, bien
mirado, es tanto lo que hay que aprender, son tantas las equivocaciones que
cometo, hablo tanto de lo que no se, que quizá sí que deba desconectar y
embarcarme en la nube de las palabras escritas, los senderos solitarios o las
caricias de una poesía hecha música.
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