Nemesio era un marinero de los de gorra y pipa, nació en Zahara en un
tiempo ya casi olvidado. Creció, padeció y vivió rodeado por los mismos fastos
de la penuria y la miseria con la que le recibieron entre mantillas. Era un
hombre áspero y huraño pero, sobre todo, un hombre bueno y cabal.Volví a la
orilla del continente para reencontrarme con los viejos recuerdos de unos
alborozados veranos, ahora ocultos entre la espuma y los acantilados. Allí
aprendí lo que en las aulas no enseñaban: mis primeros cigarrillos
clandestinos, amores furtivos de manita y mejilla, y también los interminables
saraos en la arena, preludios del amanecer.
Nemesio fue pescador desde los trece años hasta que un golpe de mar le
jubiló. En el mar de Alborán, su mar y su hogar, que tantos halagos y mimos le
procuró. Soñó con subir al castillo de proa para arengar a la tripulación pero
no había castillo ni sabía arengar. No llegó a corsario pero cocinó los más
sabrosos ranchos del Alborán. ¡Nemesio!, qué hay para comer!, frutos del mar,
decía el cocinero de gorra y pipa. El rostro del marinero bueno estaba
encallecido, surcado por mil y un azotes de la rosa de los vientos. Su
enmohecida libretita, preciado cuaderno de bitácora, condensaba tantos
imaginados abordajes y recuerdos del mar, que el mar se lo cobró. Nunca emergió
ninguna sirenita para compartir las millas de la vida con Nemesio.
Pero nunca replicó, compartió
su viejo reloj con un flaco perro que le hablaba y la fría soledad de un
barracón en la abandonada escollera, a sotavento de inclemencias y granujas de
verano. Poco lujo, unas mugrientas cacerolas a popa del calamitoso camarote y,
eso si, unos pringados cristales por donde vigilar el mar y la costa del moro africano.
Al marinero le contaban historias de mujeres y vino en jarra: ¿Vendrás
el domingo a Sanlúcar?, Sé de una… en El Puerto, ¿Has estado en Jerez? Pero
Nemesio no entendía de viajes ni de mujeres ni de “na”. Tengo mi trabajo en el
barco y el camarote de tierra, no necesito “más nada”. Su mundo estaba a medio
camino de proa a popa y, aquella última singladura, marcó el rumbo sin retorno.
Oscurecía, abrí los ojos y pude ver en el horizonte como el ocaso se
diluía en el negro mar. La arena desprendía el calor acumulado mientras las
olas se sobreponían con un rumor de nostalgia, se mecían presurosas. Deposité
los recuerdos bajo la arena y enfilé tiritando el camino de regreso. Al pasar
frente a la taberna se oían voces que hablaban de un anciano navegante, tosco y
gruñón, que siendo bueno y sin conocer lo malo, huyó súbitamente a sentarse a
la mesa de Neptuno. La gente lo quería, y yo, sin saberlo, también. El próximo
verano volveré a Zahara de los Atunes. Me gusta el mar.